Capítulo 8

Una luz rectangular empezó a vislumbrarse al abrir Ramírez y su compañero las puertas chirriantes de la furgoneta. Luces de las farolas se propagaban dentro de nuestro vehículo. Al mismo tiempo, entraba el sonido de disparos de distintas armas: pistolas, escopetas, fusiles y ametralladoras. También gritos y gemidos de dolor. Parecía una guerra, pero en realidad era una batalla campal entre agresores y distintos cuerpos de policía.

—¡Adelante! ¡Cercamos el furgón y nos extendemos! —gritó Marc.

Saltamos todos del vehículo, siendo yo el quinto agente de los seis que íbamos a combatir en esa gran reyerta. Por la forma de defender, a mí me tocó estar en posición central desde la esquina de la plaza, custodiado por los dos lados por mis compañeros. A mi lado izquierdo tenía a Marc y en el derecho a uno de los Mossos que habíamos rescatado en la catedral de Barcelona.

Este era un hombre musculoso y de altura media. Tenía el pelo rapado con entradas y usaba gafas para ver con sus ojos azules. Creo que se llamaba Ignasi y lo conocía de haber hablado con él en otra comisaría. No sabía mucho de ese agente, pero el aspecto fuerte junto con su aparente serenidad me aportaba seguridad. Y tener a Marc en el otro lado también me hacía sentir muy seguro y protegido. Me sentía satisfecho con mi posición. Además, este portaba una escopeta Remington 110 de calibre 12, una potente arma corta.

Todos caminábamos con pasos cortos, abriéndonos y distanciándonos poco a poco para hacer un gran perímetro, sorteando los bolardos. Todos teníamos ya el arma en mano y apuntábamos a cualquier persona que pudiera acercarse con nefastas intenciones.

A unos diez metros teníamos el final de la acera y, a continuación, los carriles para la circulación con bastantes vehículos estacionados impidiendo el tráfico. Más que estacionados, parecían abandonados. Después de esa calzada, veíamos la gran plaza en sí con sus árboles, esculturas y fuentes. Allí, más allá de las escaleras, se podía ver infinidad de cuerpos en el suelo. Y personas corriendo como locas hacia distintos puntos.

Y, a lo lejos, en la otra esquina de la plaza, podíamos ver que había otra batalla. Eran los otros agentes que habían acudido a reforzar la zona. Veíamos que una muchedumbre corría hacia ellos mostrando signos de violencia. Dejamos de observar la zona cuando cinco transeúntes salieron de detrás de una furgoneta de color gris que impedía parte de nuestra visión de la acera contraria.

Estos transeúntes caminaban de una forma bastante extraña. Se trastabillaban ellos mismos por una mala coordinación de movimientos y caminaban mirando al frente como si padecieran algún tipo de hipnotismo. Parecían desangelados y para nada violentos.

¿Personas desorientadas y heridas? Era lo primero que se me pasó por la cabeza, pero no parecían estar asustados o alertados de lo que sucedía en esa zona. Estaban a unos quince metros de nosotros y les apuntábamos con nuestra arma como medida de seguridad.

Fue entonces cuando uno de esos transeúntes giró la cabeza hacia nosotros. Su cara de extravío, de aturdimiento y su mirada perdida rápidamente se tornó en cara de furia. Gruñendo se lanzó corriendo hacia nosotros, recuperando toda la coordinación que parecía no tener. Los otros transeúntes hicieron exactamente lo mismo mostrando que eran agresores, unos de tantos. Comenzaba la fiesta y debía estar dispuesto a disparar, como ya había hecho anteriormente, para poder protegerme.

No fui el primero en apretar el gatillo. Ese fue Marc a grito de «a por ellos, chicos». La bala impactó en el pecho del primer agresor que salió corriendo hacia nosotros. Esa bala, atravesando su camisa roja, lo único que consiguió fue que el agresor gesticulara de dolor, pero su paso hacia nosotros apenas se vio alterado. Marc tuvo que repetir el disparo dos veces más para que este primer agresor cayera abatido. Seguidamente, todos disparamos a los otros cuatro que se dirigían furiosos hacia nosotros.

Yo me centré en el que más cerca me quedaba, un chico joven de unos veinte años con un polo azul marino y pantalones vaqueros azul claro. Tenía una gran herida en el lateral del cuello, como un desgarro, y la parte superior del polo manchado de sangre. Era muy delgado y de alta estatura, por eso pensé que lo podría abatir rápidamente. Y así fue, con solo dos disparos en el pecho cayó al suelo estremeciéndose de dolor para al final quedarse totalmente inmóvil. «Seguramente, muerto», pensé.

En el mismo tiempo que había abatido a ese agresor, mi equipo había hecho exactamente lo mismo con el resto. Los cinco atacantes fueron derribados en cuestión de segundos. Entonces, aparecieron muchos más de todas las partes que podíamos ver de la plaza. Seguramente, alertados por el ruido de nuestro tiroteo.

Salían de detrás de los coches, de los árboles, detrás de los chiringuitos, de las estatuas, etc. Al menos unos treinta habían sido advertidos por nuestros disparos y se dirigían con rapidez a atacarnos. De hecho, algunos de los que ahora se dirigían a atacarnos se habían levantado del suelo cuando, de forma visual al inicio del tiroteo, los habíamos dado por muertos. No me lo podía creer.

Sin tiempo para pensar y hablarnos, una lluvia de balas brotó de nuestras armas. El sonido de los disparos de las pistolas y fusiles nos impedía oír nuestros gritos de tensión y las órdenes de Marc. Era una barra libre; ¡dispara a quien quieras! ¡Tú eliges! Y yo elegía al más cercano por lógica.

Fue una mujer de pelo castaño con un vestido de color verde la que probó dosis de plomo al dirigirse hacia mí corriendo de forma poco coordinada mientras extendía sus brazos. Podría tener unos treinta años. Delgada. Aparentaba tener varios mordiscos en sus piernas ensangrentadas. Apunté hacia ella muy concentrado. Un disparo en el pecho la hizo encogerse de hombros e inclinarse, lo que provocó que otra bala mía le impactara en la cabeza, abatiéndola y cayendo al suelo de forma contundente.

Acto seguido, fue el turno de otro agresor. Ahora, otro chico también joven de unos veinte años, con camisa gris y pantalón vaquero negro. De mediana estatura. Este corría mucho más rápido y ágil que los otros dos que había abatido. No parecía estar herido. No me lo pensé demasiado, le apunté y le metí dos balas en el pecho. Cayó redondo al suelo y pensé en dispararle una vez más, pero preferí esperar. Quizás, no se levantaría. ¿O tal vez sí? Dejé de preocuparme por todo lo paranormal de la noche.

De reojo podía ver cómo mis compañeros lograban abatir, igual que yo había hecho, a varios delincuentes cada uno. Era una guerra, con la diferencia de que ninguno de nuestros agresores disponía de un arma. Simplemente, ellos se lanzaban hacia nosotros con un instinto natural y nosotros los cosíamos a balazos hasta dejarlos fritos en el suelo.

Marc, con el ceño fruncido y apretando los dientes, disparaba concentradísimo con su escopeta a cualquier agresor que se acercara a menos de diez metros. Ignasi, por su cuenta, hacía lo mismo, pero con un semblante más calmado, serio, pero mostrando un poco de miedo en su mirada. Observaba a mis costados y me sentía protegido. Todo iba bien, pese al terrorífico momento que nos estaba tocando vivir.

Miré al frente para buscar un nuevo objetivo. Sería un hombre de alta estatura y atlético, vestido de azul muy oscuro, que se levantaba del suelo detrás de un Seat León amarillo cruzado en mitad de la calle. Dejé que se levantara y esperé a que corriera hacia mí, o hacia alguno de nosotros, para dispararle. En cuanto se levantó, me quedé paralizado, sorprendido.

Esa persona que se levantó del suelo con cierta torpeza llevaba un uniforme policial, concretamente el de la Policía Nacional española. Uniforme de color negro, el símbolo en el pecho y el escudo de España en una de las mangas cortas. Pantalón oscuro y el cinturón policial. Sin duda, era un agente. Un agente con la vestimenta descrita, pero manchada de sangre en distintos partes de su atuendo y con heridas en uno de sus codos y en la muñeca. Eso me planteaba un gran dilema, además de mucha confusión.

En cuanto el agente se levantó, se tambaleó por unos segundos y se giró hacia mi dirección. Tenía el pelo corto y perilla. Tenía también los ojos en blanco como los primeros abatidos con los que tuvimos que lidiar en el Raval. Pero su mirada perdida rápidamente cambió a mirada de rabia, cambiándole el rostro por completo, desencajado. Incluso pude ver cómo me tenía bien focalizado. Me había visto. Notaba que era su presa. Paso a paso, empezó a correr hacia mí. Cada vez, más rápido. Mi primera intención fue dispararle, pero era un agente de policía y eso me bloqueó.

—¡Por favor, no se mueva! —le ordené a gritos.

Con el ruido del tiroteo, ni yo mismo escuché mi propia orden. En tan solo tres segundos, ese agente se abalanzó sobre mí, con fuerza, tirándome al suelo. Previamente, conseguí disparar una bala que le impactó en el hombro, pero no sirvió de nada. Mi caída al suelo hizo que perdiera el arma y se alejara de mí varios metros. Estaba muy jodido.

Ya tirados en el suelo, ese agente agresor se colocó sobre mí mientras me pegaba con sus dos puños en la cara y en el cuello. Yo me protegía e intentaba frenar sus golpes como podía con los brazos. Su mirada era de odio. Apretaba la mandíbula con mucha fuerza y tenía los ojos enrojecidos, casi fuera de sus orbitas. Quería hacerme mucho daño. Realmente, quería matarme. Intenté golpearle con la rodilla en la entrepierna, pero esto no surtió efecto alguno.

Después de forcejear e intentar sacármelo de encima, conseguí cogerle de los brazos para que dejara de pegarme, pero vi la intención de morderme en el cuello. En cuanto se inclinó hacia mí con esa intención, puse mi brazo en su pecho para impedirlo, haciendo mucha fuerza porque el agente pesaba lo suyo, el muy cabrón.

Entonces, llegó una ayuda en forma de proyectil que atravesó la cabeza por el frontal de mi agresor, desparramando todas sus vísceras sobre mi cara y el uniforme. Una vez muerto, pude sacármelo de encima empujándolo hacia un lado. Suspiré tumbado y después miré de dónde había venido la bala.

Había sido Julia desde el furgón policial, a unos treinta metros. Mi ángel de la guarda, mi compañera. La miré fijamente y me di cuenta de que estaba asustada. Suponía que matar a un agente de policía, aunque me tuviera contra las cuerdas, era muy comprometedor, incluso en esta situación.

Le di las gracias en voz baja, esperando que me leyera los labios, me levanté del suelo y con la mano me quité la sangre de la cara lo mejor que pude para que no me molestara en los ojos ni en la nariz al respirar. Cogí mi arma del suelo y puse rumbo hacia aquellos agresores que veía delante de mí. Caminando, abatí a varios de esos infelices hasta ponerme al nivel de mis compañeros, dentro de la plaza Catalunya. Subí por los escalones junto con Marc mientras cargaba mi último cargador en la pistola.

Ya dentro del rellano de la plaza, la fiesta estaba casi terminada. Parecía que el otro equipo policial de la esquina había logrado abatir a gran parte de los delincuentes. Nosotros solo tuvimos que lidiar con unos cuantos más de ellos para finalizar la operativa. En cuanto lo logramos, todo lo que alcanzaba nuestra vista era desolador.

Desde la parte más alta de la plaza Catalunya, podíamos ver cientos de cuerpos derribados por todas partes, acompañados de charcos de sangre en el suelo. Algunos cadáveres yacían en las fuentes. Otros, acribillados a tiros en la base del tronco de los árboles. Era una masacre.

Veíamos en toda la calle que rodeaba la plaza coches golpeados, tiroteados y mal colocados en las vías. Algunos chiringuitos, destartalados o destrozados directamente. Contenedores fuera de sus ubicaciones. Miraba al edificio del Banco Español de Crédito, o al de El Corte Inglés, o al de las oficinas de Samsung y encontraba a algún mirón semiescondido, observando o grabando con el móvil desde los balcones y ventanas más altas.

Nos mirábamos unos a otros, desolados por lo que acabábamos de hacer. Seguramente, muchos no íbamos a dormir en días después de lo vivido. Marc miraba atónito el panorama que habíamos dejado con nuestra operativa, o lo que es lo mismo, nuestra matanza. Ignasi permanecía en alerta, buscando algún agresor oculto por la zona. Y el resto del grupo estaba esparcido por toda la plaza. Ya amanecía.

Justo cuando iba a comprobar las pulsaciones de los cadáveres cercanos a mí, el sonido de unos aviones llamó mi atención. Todos fuimos alertados por ese sonido y miramos al cielo. Sobre nosotros, a unos doscientos metros, unos cinco o seis cazas de color gris y negro sobrevolaron la plaza Catalunya de norte a sur, pasando de largo y dirigiéndose a otro lugar que desconocíamos.

—¡Son cazas alemanes! —dijo Marc.

—¿La Luftwaffe? ¿Qué hace aquí la Fuerza Aérea alemana? —pregunté incrédulo.

—No sé, Álex. Pero esos eran aviones de combate. Modelo Panavia Tornado GR1, si no recuerdo mal.

—Lo que está pasando debe de ser muy gordo si el Gobierno ha tenido que pedir ayuda al ejército alemán —me cercioré.

—Me preocupa severamente que esté aquí la Fuerza Aérea alemana y no la nuestra —comentó Marc mientras cargaba su escopeta.

—Eso solo puede significar una cosa: que el ejército español está desbordado por algún motivo.

—Eso me temo, Álex. Creo que esto es mucho más gordo de lo que pensamos —finalizó para hablar por teléfono.

Por donde comenzaba a salir el sol se veía una buena bandada de helicópteros llegando a la ciudad. Comenzaba a estar muy confuso tras la conversación con el compañero Marc Closa. Al mirar hacia la fuente, vi al agente Ramírez, de la Policía Nacional. Estaba de cuclillas en el suelo, junto a un cadáver que tan solo horas antes parecía ser su compañero en el cuerpo.

Se le veía triste mirándolo. Alargó la mano hacia el cuerpo y con los dedos cerró los ojos del cadáver. Pude leer un «descansa en paz» en sus labios. Recordé que, tan solo unas horas antes, ese agente y su compañero, cuyo nombre desconocía, habían perdido aquí a todo su equipo, y eso que iban bien protegidos y armados. Era muy normal, aquí habría al menos unos quinientos o seiscientos cuerpos abatidos. Pudieron escapar de milagro gracias a la ayuda del furgón de los Mossos d’Esquadra.

Otros tres aviones del mismo tipo que los anteriores sobrevolaron la plaza de este a oeste. Y un helicóptero surgió de detrás de la torre del Banco Español con su característico sonido del volteo de las hélices. Era un NH90, también de la Luftwaffe, de color negro y gris. Este estaba sobrevolando la plaza en círculos, analizando todo lo que había ocurrido, o eso parecía.

—¡Más alemanes! —gritó Ramírez mirándolo descaradamente.

—¡Vamos a volver a la comisaría! —ordenó a gritos Marc intentando hacerse oír por encima del ruido de las aspas de la aeronave.

—Agradecemos el esfuerzo y la colaboración de vuestro departamento, pero Javier y yo nos vamos a nuestra comisaría —replicó Ramírez.

—No podréis llegar, hay infinidad de disturbios a menos de quinientos metros de aquí —remarcó Marc—. Vendréis con nosotros y, desde nuestra comisaría, os ayudaremos a llegar a la vuestra. Pero entended que no os podemos dejar solos sin ninguna clase de vehículo.

Ramírez entendió a la perfección la situación que le exponía Marc Closa y añadió que le parecía una buena decisión por su parte. Justo en ese momento, apareció en escena su compañero Javier y le explicaron los siguientes movimientos a realizar.

Después, varios disparos sonaron en las calles de detrás de la plaza. Por un momento, nos paramos a debatir si debíamos acudir para prestar servicio. Marc nos frenó poniendo por delante que le habían dado unas instrucciones y que teníamos que seguirlas estrictamente.

—En la comisaría el sargento Gutiérrez nos informará de todo y de lo que debemos hacer —expuso Marc.

Caminando con cautela por si surgía algún agresor, pusimos rumbo al furgón policial. Allí nos esperaba mi salvadora Julia, el herido Jaume y el agente conductor del vehículo. Al cruzar la calle pasé por el lado de un coche Mercedes Clase A de color negro, abandonado en el carril central. En el suelo yacía el cadáver de una mujer de raza blanca, con el pelo largo, moreno y con un vestido corto de color blanco manchado de sangre. De mediana estatura, parecía ser joven, de unos veinticinco años. Tenía tres agujeros de salida de bala en la espalda. Pero lo que me llamó la atención al pasar por su lado es que me pareció ver que se movía muy despacio. Como a cámara lenta.

No sabía si era mi mente que me estaba jugando una mala pasada o era sencillamente real. Miré atónito esa estampa mientras pasaba de largo y ya no parecía haber ningún tipo de movimiento en el cadáver.

Una mujer atravesada por tres disparos de un fusil en el pecho tenía que estar muerta. Era fruto de mi imaginación, seguro. Me intentaba convencer a mí mismo, pero en el fondo de mi conciencia recordaba lo sucedido horas antes en el Raval. La semilla de la duda estaba plantada. ¿Estaría muerta? ¿Se estaba moviendo? No paraba de hacerme esas dos preguntas.

Todos llegamos al furgón. Saludé a Julia y le agradecí que me salvara en ese preciso momento. Ella añadió que no fue nada, pero que le debía unas cervezas por eso. Sonreí y le pregunté por su herida en el pie. Dijo que estaba mejor. En cuanto los agentes Ramírez y Javier cerraron las puertas del automóvil con todos nosotros dentro, el vehículo arrancó los motores. Entonces, me dio por mirar el Mercedes Clase A negro donde, cerca, yacía la chica de vestido blanco en el suelo. Me quedé estupefacto.

¡La chica estaba de pie! Nos miraba fija e intentaba llegar a nosotros sorteando con torpeza varios vehículos de la calzada hasta que desistió al ver que nos alejábamos. Esa escena también se me iba a quedar grabada toda la vida. Estaba seria, pálida, inmóvil, manchada de sangre, con tres heridas de bala. Mirando cómo nos íbamos.

Nuestro vehículo empezó a moverse por la misma avenida que habíamos llegado, la del Portal de l’Angel. Me dirigí hacia las puertas traseras del furgón donde aguardaban la pareja de policías nacionales para seguir mirando por la ventana y confirmar que era real lo que mis ojos estaban viendo. La chica ya no estaba en el lugar donde la había visto. Intenté localizarla mientras el coche se alejaba de la plaza, pero no pude.

Todos me miraban inquietos, preguntándose qué era lo que llamaba mi atención y por qué tenía esa cara de espanto.

—¿Habéis visto eso? —pregunté al grupo.

—¿Visto el qué, Álex? —me preguntó Marc.

—No sé, no es nada. Luego… luego os lo explico —contesté dubitativo.

No me atrevía a decir que había visto a una chica muerta ponerse de pie y mirar cómo nos íbamos. Pero es que no era la primera vez en el día que veía algo así. En el Raval ya había visto levantarse a dos personas que parecían muertas y atacarnos a Julia y a mí. Si yo lo había visto, seguramente alguno de nosotros también habría visto lo mismo o algo similar.

Hace un rato, un policía nacional también se levantó del suelo y me atacó. Yo ya había confirmado que los abatidos se levantaban, resucitaban o, por lo que fuera, no les infringíamos el daño necesario para matarlos. Pero costaba mucho creerlo. Intenté buscar una teoría que explicara todo eso como, por ejemplo, una droga.

Nuestro furgón policial fue zigzagueando por las distintas calles por las que circulábamos, esquivando todo tipo de obstáculos. En la mayoría de calles veíamos personas en el suelo, personas heridas, pidiendo ayuda a gritos y levantando los brazos cuando nos veían pasar. Era terrorífica la situación. Cuando veían que no les prestábamos ninguna ayuda y pasábamos de largo, pensaba en lo desamparados que podrían sentirse. Y en el sentimiento de frustración e indignación que tendrían al ver que no los atendíamos.

Atravesamos el ancho paseo de la Rambla con ciertos apuros en la conducción y, minutos más tarde, la Avinguda Drassanes, callejeando por las calles estrechas perpendiculares a esas dos grandes vías de Barcelona. Ya estábamos cerca de nuestra comisaría, al lado del Teatre Apol.lo, en la Avinguda Paral.lel. Allí íbamos a recibir nuevas instrucciones y un montón de respuestas, o eso esperábamos todos.

Desembocamos en la avenida de nuestra comisaría y ya la podíamos ver a unos ciento cincuenta metros. Un edificio muy moderno, muy ancho y largo, de cuatro plantas —la última con el interior en obras todavía—. Fachada de color gris claro en combinación con franjas de azul marino. Con enormes cristaleras oscuras.

Todo el edificio estaba rodeado de un grueso muro de color blanco del que sobresalían copas verdes de frondosas moreras. Y en la terraza, sobre la cuarta planta, un helipuerto con dos plataformas de aterrizaje donde estaban estacionados dos helicópteros azul oscuro, usados particularmente para el seguimiento del tráfico en la ciudad.

Pincha aquí para leer el capítulo 9

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