Era una calle estrecha de un solo sentido e íbamos en contradirección. Pero no venía ningún coche de frente, afortunadamente. Eso nos hubiera obligado a maniobrar. En la lejanía se veía una multitud de personas que bloqueaba la calle. Eso explicaba por qué no nos encontramos a ningún coche de frente. Las personas de delante de nosotros nos contemplaron alertados al oír las sirenas del Seat León. Al llegar a ellos, muchos se apartaron para mostrar lo que se escondía tras la multitud de unas sesenta personas aproximadamente.
Desde el coche patrulla no podíamos ver con claridad qué sucedía, así que decidimos bajarnos. Julia y yo estábamos confusos y nos miramos antes de bajar pensando qué nos encontraríamos ahora. Me temblaban un poco las piernas.
Nada más bajar del coche, el gentío del entorno nos observaba sin decir nada, como si ellos también estuvieran consternados por la situación. Se apartaban hacia los lados a medida que nos adentrábamos entre esa muchedumbre asustada.
Fue al apartarse una de las personas que tenía delante de mí cuando pude ver en el suelo, en mitad de la calle, dos cuerpos tirados, supuestamente muertos. El charco de sangre que los rodeaba parecía delatar que habían perecido allí, al parecer, asesinadas.
Uno de ellos era un varón de raza blanca, pelo corto, con poca barba, de gran estatura, vestido con pantalón vaquero y una camisa blanca con machas rojas de sangre. Estaba boca abajo, con los brazos abiertos y la cara pegada al asfalto, con los ojos como platos.
El otro era un hombre moreno de aspecto paquistaní. Este llevaba también pantalón vaquero y una camisa de color negro. Estaba tirado boca arriba, con la cabeza de lado, ojos cerrados y con los brazos y las manos apretándose el estómago, de donde le brotaba la sangre. Seguramente, una o varias puñaladas habían sido las causantes de su muerte. Eso es lo que parecía a priori.
La gente creería que eso era nuestro pan de cada día. ¡Claro! Como en las películas americanas, donde todas las tramas estaban rellenas de tiroteos, persecuciones, batallas cuerpo a cuerpo. Y, además, pensarían que sabíamos qué teníamos que hacer, cómo actuar y demás.
Pero la realidad es que para Julia y para mí era la primera vez que veíamos cadáveres de esa forma y estábamos bastante tensos, aunque por profesionalidad lo ocultábamos, obviamente. En los pocos meses que llevaba en el cuerpo, lo que había hecho en su mayoría era dirigir el tráfico, patrullar por las calles, atender al ciudadano, asegurar la entrada y salida de niños al colegio y poca cosa más. Eso era algo novedoso. Aun así, la experiencia no me estaba disgustando.
Llamamos enseguida a otra ambulancia de la cual tenía mis dudas de que llegase. Confiaba en que al ser un homicidio vendrían enseguida para llevarse los cuerpos lejos de los ciudadanos y retornaría la normalidad en la calle.
Multitud de personas rodeaban la escena del crimen. Otros, desde los balcones y las ventanas que daban a la calle, miraban incrédulos e interesados lo que estaba sucediendo. Algunos de ellos hacían fotos y vídeos con los teléfonos móviles. El momento era de esos que quedaría en la retina para siempre. Y con una buena anécdota que contar.
Julia examinó los cuerpos para buscar unas constantes vitales en el cuello que ya no tenían. Mientras, yo extraía del coche unas mantas blancas para tapar los cadáveres y unos conos para balizar la zona. Seguidamente, pregunté a mi alrededor por los hechos que se habían observado.
—Buenas noches.
De los nervios que tenía, me salió un saludo con un poco de «gallo», como se solía decir de manera coloquial. Pero dejé de pensar en eso para ser profesional y que no me comiera la tensión del momento. Me reí por dentro de lo ridículo que había sido mi saludo mientras sacaba el blog de notas y un bolígrafo del bolsillo.
—¿Puede decirme qué ha sucedido aquí? —pregunté a un hombre con gafas de unos cuarenta años que estaba cercano a mí.
—Estos hombres atacaron a algunos de nosotros. Vino un negro, perdón, un hombre de raza negra y los apuñaló —declaró titubeante y desconcertado.
—¿Dónde está ese hombre que los apuñaló? —pregunté mientras intentaba localizar a alguien de raza negra entre la multitud de testigos.
—¡Se fue! —exclamó—. ¡Huyó corriendo!
—A ver si lo he entendido: ¿los dos fallecidos os atacaron, el varón de raza negra los acuchilló y se fue corriendo?
—Estas dos personas estaban en la calle agrediendo a todo el mundo —explicó—. Varios de nosotros tuvimos que enfrentarnos a ellos sin haberles hecho nada para que actuaran así. Se creó una especie de batalla campal hasta que vino esa persona de raza negra y los mató. Y se fue corriendo —explicó el hombre.
—¿Tiene idea de por qué estas personas iban agrediendo a todo el mundo? —pregunté.
—No, ni idea —contestó—. Nadie parece saber nada. Es muy raro.
De repente, un hombre de unos cincuenta años, calvo y de estatura media, se acercó a mí con una niña de unos ocho años en sus brazos. Me dijo que habían atacado a su pequeña de forma gratuita. Me enseñó los moratones de ella y un mordisco que tenía él en el brazo por intentar impedir que le hicieran más daño a su hija.
Julia, por su parte, también atendía a varios testigos mientras pedía declaraciones. Ambos intentábamos tranquilizar a los ciudadanos de nuestro alrededor. Pedimos que los heridos en ese altercado se colocaran a un lado de la calle, cercano a nuestro coche patrulla para iniciar un análisis previo de la gravedad antes de que viniera la ambulancia.
No podía escuchar la radio del coche, pero apostaba a que no paraba de sucederse una y otra vez noticias e informaciones sobre situaciones parecidas en otras calles de Barcelona. Tenía serias dudas de que viniera la ambulancia. Estaba empezando a tener un poco de miedo. La situación preocupaba. Comencé a sospechar que algo gordo estaba ocurriendo en la ciudad y que mi corta formación posiblemente no era suficiente para afrontar lo que podría venir.
Miré la zona balizada, donde estaba el coche patrulla y a pocos metros los dos cuerpos tirados y tapados con las mantas blancas. Era una escena aterradora. Las fachadas de los edificios de esa calle se iluminaban de rojo y azul por las luces de nuestro vehículo policial. El «run run» de la gente, más allá de las conversaciones de Julia y mías con los testigos, convertía la escena en un capítulo de cualquier serie policíaca estadounidense relacionada con homicidios. Pensé que esta escena la había contemplado en Castle o Mentes Criminales, las series de ese género que había visto más recientemente.
El tiempo había avanzado muy deprisa y ya era la una de la madrugada. Habíamos pedido una ambulancia, otro equipo policial, un equipo de forenses, etc. Pero no venía absolutamente nadie. ¡Qué desesperación! Volví a llamar al sargento Arnau con la esperanza de que me ofreciera alguna ayuda o directriz. Esta vez no cogía el teléfono. Lo intenté dos veces más y nada. No atendió mi llamada.
Me dirigí a Julia de nuevo para sopesar qué podíamos hacer en ese momento. Ella también estaba tensa, nerviosa y desconcertada, aunque lo disimulaba muy bien bajo su aspecto de tipa dura.
—Julia, tenemos aquí personas heridas, dos cuerpos en el suelo, doble homicidio y no viene nadie.
—Tenemos que esperar, tranquilizar al personal y confiar en que vengan. Con dos cadáveres aquí no nos podemos ir como antes.
—Vale, quédate aquí atendiendo a los testigos. Yo voy un momento al coche a ver qué se comenta por radio.
Julia asintió. Le pareció buena idea. Fui al coche pasando cerca de los dos cuerpos sin vida, abrí la puerta del vehículo, me senté y seguí las informaciones que comentaban por la radio. No podía creer lo que oía.
El sentarme y oír tantas notificaciones de incidencias en distintas calles, disturbios en varias plazas y batallas campales en numerosos establecimientos me abrumaba. Mi mente comenzó a flotar como si estuviera en un sueño o, mejor dicho, en una pesadilla.
De hecho, era lo que comenzaba a querer, que fuera todo una pesadilla y arrancara el día siguiente como un día rutinario sin más. Estaba muy nervioso, aunque por mi oficio trataba de disimularlo. Me pasé el brazo por la frente para quitarme el sudor mientras resoplaba buscando un poco de calma y un poco de luz sobre todo este feo asunto.
Pero todo iba a peor. Escuché por radio que había varios agentes heridos en la Estació de Sants, donde se había registrado uno de los disturbios más grandes de la ciudad. Otro importante acto de vandalismo estaba en Poblenou, donde incluso algunas informaciones por radio comentaban que varios agentes «habían caído».
¿Habían caído? Esas palabras me estaban haciendo cagarme de miedo. Parecían las típicas palabras de comentarios por radio durante una acción bélica o de alguna película basada en la Segunda Guerra Mundial o la de Vietnam. Pero las estaba escuchando por radio, en la radio nuestra y en la frecuencia de los Mossos d’Esquadra. Y en Barcelona. ¡Joder!
Me parecía increíble. Y, a pesar del miedo y la confusión que comencé a tener, más enganchado estaba a la radio. Supuse que todos tenemos, en el fondo, una parte morbosa que nos pide, cada vez, oír y saber más, por mucha tensión que tengamos.
Todo eso se interrumpió cuando una explosión se oyó a unas tres manzanas de nuestra posición. Era como si un camión de mercancías peligrosas hubiera explotado y soltado una llamarada que se elevaba por encima de cuatro o cinco pisos de altura.
Todos nos sobresaltamos. Julia, los testigos, la gente curiosa de los balcones, yo. Mirábamos hacia el lugar del estallido. Podíamos ver sobre los edificios del otro extremo de la estrecha calle un color anaranjado que se difuminada con el cielo oscuro de la noche. Eran las llamas de la explosión y poco a poco fueron menguando hasta dejarse de ver.
Eso hizo que varios de los testigos y curiosos que teníamos alrededor se fueran rumbo al sonido atronador, buscando apaciguar la curiosidad innata del ser humano. Otros estaban asustados sin saber bien qué estaba pasando.
Una pelea multitudinaria que acabó con dos cadáveres en el suelo. Ahora una explosión. Para muchos era muy desconcertante, hasta el punto en que se les podía ver un poco de espanto en los ojos. Yo pensé que eran muy afortunados de no saber lo que se comentaba en nuestra frecuencia de radio.
—Álex, ¿qué ha sido eso? —me preguntó Julia, interrumpiendo mis pensamientos.
—Parece como si hubiera explotado un camión con alguna carga peligrosa. Avisa por radio urgentemente. Voy a ver qué ha pasado ahí detrás —ordené a Julia.
No supe por qué, pero tenía claro que no era una bomba. La llamarada fue como si se hubiera incendiado algo y hubiese reventado por cúmulo de gases. El sonido de la explosión había sido muy fuerte, pero también muy poco metálico. No sabía cómo describirlo, pero sabía cómo me podía describir a mí mismo en ese momento. Eso sí lo tenía claro: tenso, nervioso, expectante, desconcertado, preocupado y aterrado. Aun así, seguía disimulándolo muy bien como un buen profesional. O tal vez se me veía en la cara que estaba acojonado y yo creía que no. A saber.
Me puse de pie para ir al lugar de la explosión. La mitad de las personas de nuestro alrededor se fueron rumbo a ella, olvidando la escena del crimen que teníamos aquí montada. Todas las que se fueron no pudieron presenciar el hecho más desconcertante, asombroso y terrorífico que estaba a punto de suceder.
Julia estaba de espaldas a los cadáveres, custodiándolos, mientras hablaba con algún testigo puntual, inmóvil con la mirada fija al lugar de la explosión. Esperábamos la dichosa ambulancia. Uno de los cadáveres, el paquistaní de camisa negra, bajo la manta que le cubría, pareció mover los brazos que abrazaban su pecho. Me quedé perplejo y por un momento dejé de respirar.
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